Hombres cobardes

Cuando reviso el baúl de mis odios
está casi vacío,
pero, de vez en cuando,
encuentro un odio antíguo
al que puedo clasificar por tamaño,
por forma, o por fecha.


De pronto,
vienen a mi mente
la frustración y la impotencia
generadas
por un conversación agria
de mi madre con dos hombres cobardes,
que se decían familiares,
que ostentaban ese cargo.


Mi madre era profesora de lengua y literatura
española en un instituto privado de Granada.
Los hombres eran médico e ingeniero, respectivamente.
Discutían sobre un tema trivial
pero en medio del acaloramiento
propio de los que apenas saben conversar
empezaron a atacar a la entendida
con argumentos zafios.
El tema era un simple subterfugio,
una bola de goma que lanza la policía
en una manifestación para cargar con fuerza.
La acribillaron a balazos de goma.
La literatura fantástica. Un género como otro cualquiera.
La dinámica repulsiva de los hombres cobardes
se siguió repitiendo en el tiempo.
Auténticos expertos en comunicación
al servicio del aparato
de la represión.


No fueron los únicos hombres cobardes
que rondaban como barcas efímeras
por el puerto de mi casa.
El administrador de la finca,
un hombrecillo repugnante,
la insultaba porque apenas podía pagar
el alquiler.


Compañeros de trabajo
de mi madre
que la marginaban
por sus ideas,
por sus propuestas
y yo
receptor de sus sufrimientos
sin poder hacer nada
más que acompañarla.
O cuando un primo suyo
llegó a intimidarme
por un asunto ya antíguo.
Everybody hurts?
Hombres cobardes, váyanse al carajo.



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