La vida erótica de Monsieur Dubois

Nessuno mi può giudicare e meno tu 
La verità mi fa male, lo so
Caterina Caselli

La vida erótica de Monsieur Dubois no importaba a casi nadie en toda Roma, pero lo cierto es que muchos se sentían intrigados por las peripecias íntimas de este noble señor. Todos los indicios estaban dirigidos a pensar en que la amante que él pretendía y su mujer eran amigas. De ello no cabía la menor duda, pero había algunas de las consecuencias de aquel proceso de intuición y búsqueda que a muchos se les escapaba. El argumento fundamental que compartían, aparte de la pulcritud de sus respectivas existencias, y la rectitud que caracterizaba sus vidas con la que cualquier poeta juzgaría la métrica de un soneto clásico, Laura Rinaldi (mujer y señora) y Helena di Leoni (pretendida amante), eran como dos hermanas cuyo vínculo era algo más que afectivo.
Un buen día, se reunieron para almorzar, y salió el tema en la conversación de la vida erótica de Pierre, Pierrot, como cariñosamente Laura solía llamarlo. ¡Era un escarnio, un escándalo público! Salía por las noches y últimamente llegaba a casa tarde. En condiciones normales, podría localizarlo en casa del abogado Ferrucci pero últimamente ya no jugaban al ajedrez a las once y ni siquiera con ella misma, cuando se habían conocido precisamente... jugando en unas jornadas culturales a las afueras de París.
Los usos y costumbres de Pierre, Pierino como le llamaban sus amigos y amigas romanos, se habían deteriorado mucho desde que Helena no le hacía apenas caso y apelando al puro cálculo de probabilidades, se le antojaba que en aquel momento no sería posible.
En su oficina, tenía una carpeta sobre los escritos acerca de Helena, que tanto seducía a Pierre al compararla con el personaje mitológico. ¡Cuántos bocetos había compuesto al dibujar su cuello de cisne y su cuerpo desnudo envuelto en una túnica de seda blanca!
Se decía que el rapto estaba inacabado pero ... en pleno siglo XX era inadmisible que un hombre secuestrara a una mujer, porque aparte de ser una afirmación machista era sumamente anacrónico y fuera de toda medida.
En todo caso, deberían raptarse mutuamente pero Helena tenía muchos asuntos que atender y no podía dedicarse únicamente a planear el secuestro de Pierre, ¡cuántas veces pensó en ser secuestrado por alguien como ella que llevara una túnica de seda blanca!
Mientras fantaseaba y llegaba a algún episodio previo a la neurosis provocado por un deseo sexual insatisfecho, decidió buscar una salida a aquella situación estancada. Monsieur Dubois no se andaba con muchas tonterías y cometió una mayor al tomar en cuenta el anuncio que había en el periódico de una agencia de contactos "discretos y sin compromiso".
Los contactos los proporcionaba un tal Amadeo Carelli, un especialista al parecer en la cuestión amorosa, y un virtuoso en encontrar y hacer reunir a las personas más idóneas a los destinos más placenteros y obsequiosos. L'ambasciatore d'amore ponía en la puerta de su despacho. Haciendo una investigación pericial extensa llamó a Ferrucci y le preguntó por Carelli que a su vez le dijo que era del partido de Berlusconi y no era muy buen tipo, un señor de unos cincuenta años, de dudosa moralidad y que andaba de fiesta en fiesta organizando para el gran Silvio, il grande cavaliere, toda una suerte de espectáculos circenses con prostitutas, amantes de club liberal de intercambios de pareja y orgias propias de cualquier emperador romano.
Pierre se dijo a sí mismo que entrar en ese círculo era erróneo, pero de todas formas, le apetecía probar ese mundo prohibido de frenesí rotundo.
Así fué, y además de entrar en un mundo que lo dejó bastante vacío, fue descubierto por Laura una noche cuando salía a hacer un supuesto recado ya que iba a casa del señor Carelli, que le iba a proporcionar un nuevo contacto para pasar una velada imitando a Nerón o a Augusto, ¡claros delirios de grandeza!
Cuando caminaba por Via Appia, reflexionó un momento, se paró en una cabina y llamó a Helena pero contestó su marido, un caballero muy amable que le dijo que no estaba pero que si quería podría dejarle un recado. Él contestó que no gracias y siguió caminando viendo los escaparates relucientes y parándose a observarlos, como solía hacer su madre en su ciudad natal pero cuyo acto era reprendido por Pierre diciéndole que siguieran andando.
Desde aquel momento, supo que su vida erótica era bastante lamentable, y entonces regresó a casa y se puso a leer a Tolstoi, comenzando por Anna Karenina, en cuyo relato se quedó entusiasmado.


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